lunes, 18 de marzo de 2013


Cierro los ojos y me enfrento a mí mismo. Estamos de pie, uno frente al otro, en silencio. Entre los dos hay un enorme cuenco, lleno de un barro de colores imposibles de identificar. Puedo distinguir el color de la humedad las mañanas de lluvia. Puedo distinguir el color del lienzo que hay detrás de cada cuadro. También el de las nubes que quieren ser más.

Pasan los segundos, y mientras uno de nosotros pierde pelo y gana arrugas, el otro se encoge infantilmente. Es entonces cuando el bebé se acerca al anciano y lo coge en brazos. Le lleva hasta el cuenco, y le lanza sin compasión. El barro pasa de tener mil tonalidades a tener el color de la estática. Lo que emerge ya no soy yo. Es una sombra, pero hecha de humo. Quema los ojos y atrofia la nariz. Durante una eternidad me miro. A un lado el bebé, fuerte como una metáfora. Al otro, el monstruo, más fuerte aún, y más temible, pero aterradoramente confuso. Entro en la sombra. Entro en el bebé. Nos miramos de dentro afuera. Somos un espejo hecho de plasma, unido a la consciencia. Y somos el reflejo, oscuro y deshonesto que perturba observar. No hay escapatoria. No la buscamos.


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