Es una mañana
triste y húmeda, de ésas que merece la pena aprovecharse. Caminas a través de
calles, avenidas, plazas y parques, para encontrarte admirando el relieve de la
ciudad estampada contra los árboles de una colina. Las nubes grises y el suelo
mojado son testigos de una lluvia intermitente que te alcanzará tarde o
temprano. Ojalá sea pronto…
Encuentras un porche
entre los árboles bajo el que podrás esperar al aguacero para completar la
escena. Aquí viene: Primero, un viento frío, pero calmado. Te arropas,
abotonando la chaqueta, mientras las primeras gotas de agua caen con inocencia.
El sol se cuela entre el cielo encapotado. Sacas el mechero y das una honda
calada. El mismo humo que te encoge los pulmones sale luego con mimo. Piensas
en que nunca antes te habías parado a disfrutar de una mañana como ésta, y te
alegras. Te alegras de cambiar.
Te colocas los
cascos. Llevas tanto tiempo con ellos puestos que no te imaginas como es ir por
la calle sin música. Un ruido blanco, melódico y sereno envuelve la
experiencia, mientras la lluvia empieza a apretar. Entre canción y canción
puedes oir a las cigarras, los pájaros, y a lo lejos, el tráfico. Dos
desconocidos, probablemente atraídos por la misma razón que tu, llegan al
porche. Una cámara les deja captar el momento, aunque dudas que la sensación
pueda compararse. Visualizas el humo dentro de tu cabeza mientras das otra
calada.
Has echado raíces, y
difícilmente las arrancarás en toda la mañana. Pero no importa. Hay que
disfrutar de estos momentos. Coge un libro, cambia la música, agarra papel y
boli, disfruta de los sonidos de la ciudad. Todo vale.
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