miércoles, 4 de mayo de 2011

Morbo

Hay algo que necesito contaros. Ayer tuve una experiencia, digamos... inusual, y la voy a compartir con vosotros, y con nadie más. Me conocéis, y creo que es importante que se lo cuente a alguien, y sólo tengo la suficiente confianza con vosotros.
Sabéis que me gusta escribir (de hecho, puede que hayáis leído algo mío, y con un poco de suerte, incluso os habrá gustado), y supongo que sabréis también, a raíz de esto, que me fijo en la gente y creo historias a partir de lo que veo. Pues de eso voy a hablaros ahora, de unas pocas historias. Iba en Metro a algún sitio de Madrid (no importa cuál), y me tenía que hacer la mitad de la línea 5, lo que implica unos 45 minutos de trayecto. Me senté al fondo del vagón, en el suelo.
Lo primero que pude observar, fue que un señor, de unos 60 años, fingía leer un libro, cuando en realidad se fijaba en el escote de la chica que tenía sentada delante (que, tengo que reconocer, era una belleza). Me hizo gracia. No disimulaba muy bien.
El vagón se fue llenando. Los asientos se ocupaban, la gente echaba pequeñas carreras para tener el privilegio de sentarse. Yo por mi parte, con las piernas cruzadas en el suelo, me divertía. Entró una chica embarazada. Una niña de unos 7 años, después de haberse pasado 3 o 4 paradas mirando por la ventana la negra oscuridad de los túneles del Metro, se dio la vuelta y vio a la futura madre. Al momento se levantó y le cedió su asiento. Los que estaban de pie se quedaron flipando, los que estaban sentados agachaban la cabeza o miraban a otro lado. Sonó una carcajada sarcástica.
La gente entraba y salía del vagón. Caras nuevas iban y venían. Delante de mí, dos chicas se reían. Una no paraba de teclear en su Blackberry, a una velocidad por la que, estoy seguro, le habrían dado un premio. La otra no callaba, como si no le importara, o no se diera cuenta, de que su amiga no le hacía puñetero caso. A mi derecha, un chaval con unas zapatillas de Lacoste y un vaquero de Dolce & Gabbana me daba el culo, flanqueado por una cartera que no le habría envidiado en grosor a un buen tocho de Ken Follet.
Al poco tiempo entró una pareja. La chica, rubia, con un piercing en el labio inferior, forro polar verde de Quechua y botas de montaña. El chico, con un jersey gris, barba de 3 días y pelo largo, recogido en una coleta. Una mano con las uñas pintadas de morado oscuro descendió hasta el bolsillo trasero de un pantalón, instalándose allí, mientras un brazo gris rodeaba una cintura por encima del forro verde. Empezaron a besarse, estrechando distancias. En ese pantalón donde minutos antes se había alojado la mano, empezó a notarse un bulto. Al principio muy poco... después más. Al mismo tiempo, bajo el forro polar, a la altura del pecho, empezaron a sobresalir dos puntos. La pareja se fue a una esquina, sin separarse, y siguieron besándose. Yo no podía apartar la mirada. No me malinterpretéis, no soy un voyeur, no me excité, pero sentía que estaba presenciando algo relevante. Quizá no para el mundo, pero sí para mí. A la siguiente parada, se bajaron, y sí, lo reconozco, me sentí decepcionado de no tener la oportunidad de contemplar la escena un poco más. Me imaginé cómo sería la llegada a su casa. Entrarían en el portal y se meterían en el ascensor, donde seguramente perderían un par de capas de ropa. Uno de los dos abriría la puerta de la casa mientras la otra le desabrocharía el cinturón. El resto, no es muy difícil de prever.

Pensando en ellos llegué a mi parada y me bajé.

3 comentarios:

  1. Seguramente no llegaran muy lejos, la línea cinco tiene obras en alguna parada tal vez aprovecharan un hueco, o nose, quizás usaran un parque... a saber. En el metro se ve cada cosa...

    BEsitos

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  2. Preciosa narración. Me da la sensación de ser yo quien va en ese vagón. :)

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  3. A veces, la felicidad ajena te deja un regusto de felicidad propia, ¿verdad? ;)

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