Es una mañana
triste y húmeda, de ésas que merece la pena aprovecharse. Caminas a través de
calles, avenidas, plazas y parques, para encontrarte admirando el relieve de la
ciudad estampada contra los árboles de una colina. Las nubes grises y el suelo
mojado son testigos de una lluvia intermitente que te alcanzará tarde o
temprano. Ojalá sea pronto…
Encuentras un porche
entre los árboles bajo el que podrás esperar al aguacero para completar la
escena. Aquí viene: Primero, un viento frío, pero calmado. Te arropas,
abotonando la chaqueta, mientras las primeras gotas de agua caen con inocencia.
El sol se cuela entre el cielo encapotado. Sacas el mechero y das una honda
calada. El mismo humo que te encoge los pulmones sale luego con mimo. Piensas
en que nunca antes te habías parado a disfrutar de una mañana como ésta, y te
alegras. Te alegras de cambiar.
Te colocas los
cascos. Llevas tanto tiempo con ellos puestos que no te imaginas como es ir por
la calle sin música. Un ruido blanco, melódico y sereno envuelve la
experiencia, mientras la lluvia empieza a apretar. Entre canción y canción
puedes oir a las cigarras, los pájaros, y a lo lejos, el tráfico. Dos
desconocidos, probablemente atraídos por la misma razón que tu, llegan al
porche. Una cámara les deja captar el momento, aunque dudas que la sensación
pueda compararse. Visualizas el humo dentro de tu cabeza mientras das otra
calada.
Has echado raíces, y
difícilmente las arrancarás en toda la mañana. Pero no importa. Hay que
disfrutar de estos momentos. Coge un libro, cambia la música, agarra papel y
boli, disfruta de los sonidos de la ciudad. Todo vale.
Mis
pupilas se abren mientras el verde de la hierba cambia de oscuro a claro y de
claro a oscuro. Estoy en medio del mar, y la marea empuja mis pensamientos en
direcciones contrarias. Me siento perdido. Me siento iluminado.
Las
copas de los árboles, casi negras, se recortan contra un cielo azul grisáceo, y
se transforman en una gigantesca bóveda que me hace sentir acogido y
desamparado al mismo tiempo. Tiempo… Ya he olvidado lo que significa. Pasado,
futuro, adelante, atrás. Esas nociones han perdido sentido, han implosionado y
revelado su verdadera naturaleza. Veo lo que debí haber corregido y los errores
que cometeré. Veo mi vida y mi muerte. Veo mi nacimiento y mi funeral. Veo
lágrimas y veo sonrisas. Me veo a mí mismo, observando todo esto impasible.
Pero por encima de todo esto, veo conexiones. Veo el mundo. Veo diferentes
realidades que encajan y soportan la nuestra. Veo como las hojas caídas se
relacionan con la tierra húmeda por la lluvia y el rocío.
Me
miro las manos, escamosas, palpitantes de naranja y azul y verde y morado.
Entre los dedos flojos, un boli intenta no ser perdido, y una libreta no puede
acoger en sus páginas el torrente de sensaciones e ideas que me desborda. Sé la
verdad. La he visto. La he presenciado. Sé cómo funciona el mundo, mi entorno,
y es bello, y es simple. Para asimilar todo esto necesito soledad, así que la
busco. En medio de todo esto, una duda me come por
dentro: mi propia existencia. Había encontrado la paz, había encontrado la
verdad, la calma, la felicidad, cuando llega la duda y me paraliza. Es una idea
surrealista, lo sé, pero mi mente es incapaz de auto-convencerse de que existe
en este mundo. Hace dos minutos, si hubiese muerto, lo habría hecho feliz.
Pero
no quiero morir. No por mí. No, por la gente que me rodea y que se preocupa por
mí. Yo no me importo tanto, pero ellos sí, y eso hace que merezca la pena la
vida. Una idea me asalta. ¿Y si no soy real? ¿Y si no hace falta que me muera?
Pero, ¿cómo puede ser eso posible? Si no soy real, ¿de dónde vienen todos estos
recuerdos y sensaciones? ¿Qué soy yo?
La
paz y la felicidad se vuelven angustia y miedo, y sólo puedo pensar en que no
quiero desaparecer en mi paradoja. Soy un niño asustado que llora a gritos por
su madre. Soy un cachorro desprotegido, hambriento y frío. Soy la mano que teme
ser amputada después de pasar horas enterrada en el crudo hielo. Echo a correr,
como si mi perdición me alcanzara el paso, acelerando más y más con cada
zancada, buscando una posición elevada, un camino hacia terrenos familiares. La
naturaleza, que antes me arropaba, ahora me da la espalda y me confunde. Es mi
laberinto, es mi cárcel y es mi tumba. Será mi templo cuando al cabo de unas
horas descubran mi cuerpo embarrado y cubierto en sangre. Donde amigos y
familiares vendrán para intentar comprender qué me trajo a estas colinas, qué
me hizo perder la cabeza.
Encuentro
a mis amigos. Soy el único que está asustado, tengo la paranoia metida en el
cuerpo, y se la meto a algunos de ellos también. Si comparten mis inquietudes,
mejor. Quiero salir de allí, quiero meterme en mi cama, debajo del edredón,
hecho una bola, y dormir para siempre. Pero, ¿pueden llevarme ellos a casa? No
sé si soy real, por lo tanto tampoco puedo saber si lo son ellos… ¡NO! Tienen
que ser reales. Tengo que ser real. Sacadme de aquí. Mantenedme a salvo, y protegeos
vosotros mismos. Siento peligro en lo efímero de mis pensamientos. Los
arrebatos de angustia, la ansiedad extrema, se intercalan con períodos de
serenidad y consciencia. Conseguimos escapar del paraíso. Consigo escapar del
infierno. Mi locura transitoria los empuja a la realidad, y mi protección queda
asegurada, aunque no mi existencia.
Siento
cómo dejamos atrás la vida silvestre y nos adentramos en la urbana. La
familiaridad de la escena le da peso a mi cuerpo. Me siento más tranquilo,
menos loco. Un sudor frío todavía me recorré las patillas, pegándomelas a la
cara y deslizándose por mi cuello.
Todo
ha pasado. Me he conocido. Me he aceptado. He entendido. He dudado. He sufrido.
Y he vuelto. Necesito algo de música.