jueves, 25 de octubre de 2012

Es una mañana triste y húmeda


Es una mañana triste y húmeda, de ésas que merece la pena aprovecharse. Caminas a través de calles, avenidas, plazas y parques, para encontrarte admirando el relieve de la ciudad estampada contra los árboles de una colina. Las nubes grises y el suelo mojado son testigos de una lluvia intermitente que te alcanzará tarde o temprano. Ojalá sea pronto…
Encuentras un porche entre los árboles bajo el que podrás esperar al aguacero para completar la escena. Aquí viene: Primero, un viento frío, pero calmado. Te arropas, abotonando la chaqueta, mientras las primeras gotas de agua caen con inocencia. El sol se cuela entre el cielo encapotado. Sacas el mechero y das una honda calada. El mismo humo que te encoge los pulmones sale luego con mimo. Piensas en que nunca antes te habías parado a disfrutar de una mañana como ésta, y te alegras. Te alegras de cambiar.

Te colocas los cascos. Llevas tanto tiempo con ellos puestos que no te imaginas como es ir por la calle sin música. Un ruido blanco, melódico y sereno envuelve la experiencia, mientras la lluvia empieza a apretar. Entre canción y canción puedes oir a las cigarras, los pájaros, y a lo lejos, el tráfico. Dos desconocidos, probablemente atraídos por la misma razón que tu, llegan al porche. Una cámara les deja captar el momento, aunque dudas que la sensación pueda compararse. Visualizas el humo dentro de tu cabeza mientras das otra calada.
Has echado raíces, y difícilmente las arrancarás en toda la mañana. Pero no importa. Hay que disfrutar de estos momentos. Coge un libro, cambia la música, agarra papel y boli, disfruta de los sonidos de la ciudad. Todo vale.

domingo, 14 de octubre de 2012

Galletas chinas de la suerte psicodélica


Mis pupilas se abren mientras el verde de la hierba cambia de oscuro a claro y de claro a oscuro. Estoy en medio del mar, y la marea empuja mis pensamientos en direcciones contrarias. Me siento perdido. Me siento iluminado.
Las copas de los árboles, casi negras, se recortan contra un cielo azul grisáceo, y se transforman en una gigantesca bóveda que me hace sentir acogido y desamparado al mismo tiempo. Tiempo… Ya he olvidado lo que significa. Pasado, futuro, adelante, atrás. Esas nociones han perdido sentido, han implosionado y revelado su verdadera naturaleza. Veo lo que debí haber corregido y los errores que cometeré. Veo mi vida y mi muerte. Veo mi nacimiento y mi funeral. Veo lágrimas y veo sonrisas. Me veo a mí mismo, observando todo esto impasible. Pero por encima de todo esto, veo conexiones. Veo el mundo. Veo diferentes realidades que encajan y soportan la nuestra. Veo como las hojas caídas se relacionan con la tierra húmeda por la lluvia y el rocío.
Me miro las manos, escamosas, palpitantes de naranja y azul y verde y morado. Entre los dedos flojos, un boli intenta no ser perdido, y una libreta no puede acoger en sus páginas el torrente de sensaciones e ideas que me desborda. Sé la verdad. La he visto. La he presenciado. Sé cómo funciona el mundo, mi entorno, y es bello, y es simple. Para asimilar todo esto necesito soledad, así que la busco. En medio de todo esto, una duda me come por dentro: mi propia existencia. Había encontrado la paz, había encontrado la verdad, la calma, la felicidad, cuando llega la duda y me paraliza. Es una idea surrealista, lo sé, pero mi mente es incapaz de auto-convencerse de que existe en este mundo. Hace dos minutos, si hubiese muerto, lo habría hecho feliz.
Pero no quiero morir. No por mí. No, por la gente que me rodea y que se preocupa por mí. Yo no me importo tanto, pero ellos sí, y eso hace que merezca la pena la vida. Una idea me asalta. ¿Y si no soy real? ¿Y si no hace falta que me muera? Pero, ¿cómo puede ser eso posible? Si no soy real, ¿de dónde vienen todos estos recuerdos y sensaciones? ¿Qué soy yo?
La paz y la felicidad se vuelven angustia y miedo, y sólo puedo pensar en que no quiero desaparecer en mi paradoja. Soy un niño asustado que llora a gritos por su madre. Soy un cachorro desprotegido, hambriento y frío. Soy la mano que teme ser amputada después de pasar horas enterrada en el crudo hielo. Echo a correr, como si mi perdición me alcanzara el paso, acelerando más y más con cada zancada, buscando una posición elevada, un camino hacia terrenos familiares. La naturaleza, que antes me arropaba, ahora me da la espalda y me confunde. Es mi laberinto, es mi cárcel y es mi tumba. Será mi templo cuando al cabo de unas horas descubran mi cuerpo embarrado y cubierto en sangre. Donde amigos y familiares vendrán para intentar comprender qué me trajo a estas colinas, qué me hizo perder la cabeza.
Encuentro a mis amigos. Soy el único que está asustado, tengo la paranoia metida en el cuerpo, y se la meto a algunos de ellos también. Si comparten mis inquietudes, mejor. Quiero salir de allí, quiero meterme en mi cama, debajo del edredón, hecho una bola, y dormir para siempre. Pero, ¿pueden llevarme ellos a casa? No sé si soy real, por lo tanto tampoco puedo saber si lo son ellos… ¡NO! Tienen que ser reales. Tengo que ser real. Sacadme de aquí. Mantenedme a salvo, y protegeos vosotros mismos. Siento peligro en lo efímero de mis pensamientos. Los arrebatos de angustia, la ansiedad extrema, se intercalan con períodos de serenidad y consciencia. Conseguimos escapar del paraíso. Consigo escapar del infierno. Mi locura transitoria los empuja a la realidad, y mi protección queda asegurada, aunque no mi existencia.
Siento cómo dejamos atrás la vida silvestre y nos adentramos en la urbana. La familiaridad de la escena le da peso a mi cuerpo. Me siento más tranquilo, menos loco. Un sudor frío todavía me recorré las patillas, pegándomelas a la cara y deslizándose por mi cuello.
Todo ha pasado. Me he conocido. Me he aceptado. He entendido. He dudado. He sufrido. Y he vuelto. Necesito algo de música.

“Sé la verdad,
y a partir de ahora mi vida
va a ser aburrida...”